Imagina que estás parado al pie de una montaña, codo a codo con todos los integrantes de tu comunidad. Hay truenos y relámpagos, y escuchas el sonido ensordecedor de una trompeta. En medio de las llamas, Dios desciende sobre ese monte. La cima está cubierta de humo; todo empieza a temblar, y tú también (Éxodo 19:16-20).

 

Cuando los israelitas tuvieron esa experiencia aterradora cerca del monte Sinaí, le rogaron a Moisés: «Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos» (20:19). Los israelitas le pidieron a su líder que mediara entre ellos y el Todopoderoso. «Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios» (v. 21). Después de encontrarse con Dios, Moisés bajó de la montaña a llevarle al pueblo el mensaje del Señor.

Hoy adoramos al mismo Dios que hizo este gran despliegue de grandeza en el monte Sinaí. Como el Señor es perfectamente santo y nosotros somos tan irremediablemente pecaminosos, no podemos relacionarnos con Él. Abandonados a nuestra suerte, nosotros también podríamos (y deberíamos) temblar de terror. No obstante, Jesús hizo posible que conociéramos a Dios cuando cargó con nuestros pecados, murió y resucitó (1 Corintios 15:3-4). Ahora mismo, Jesús es el intermediario que aboga a nuestro favor frente a un Dios santo y perfecto (Romanos 8:34; 1 Timoteo 2:5).