Cuando John F. Kennedy era presidente de los Estados Unidos, los fotógrafos a veces captaban una escena encantadora: sentados alrededor del escritorio del presidente, en el Despacho Oval, miembros del gabinete debaten cuestiones que traen consecuencias mundiales. Mientras tanto, un niñito de dos años, John-John, pasa gateando alrededor y por debajo del inmenso escritorio, completamente ajeno al protocolo de la Casa Blanca y a los críticos asuntos de estado. Él simplemente está visitando a su papá.
Esa clase de accesibilidad asombrosa es la que comunica la palabra Abba cuando Jesús dijo: «Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti» (Marcos 14:36). Dios es el Señor soberano del universo, pero, a través de su Hijo, se hizo tan accesible como cualquier padre humano que se desvive por sus hijos. En Romanos 8, Pablo profundiza aun más la imagen de intimidad. Declara que el Espíritu de Dios mora en nuestro interior y que, cuando no sabemos cómo orar, «el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (v. 26).
Jesús vino a demostrar que un Dios perfecto y santo acepta gustoso los ruegos de una viuda con dos monedas, de un centurión romano, de un publicano miserable y de un ladrón en la cruz. Solo tenemos que clamar «Abba» o, si no podemos, simplemente gemir. Así se ha acercado Dios a nosotros.