Hace poco, le regalamos a nuestro hijo de dos años un par de botas nuevas. Estaba tan contento que no se las sacó hasta la hora de dormir. Pero, al día siguiente, se olvidó por completo de ellas y se puso sus zapatillas viejas. Mi esposo dijo: «Ojalá supiera cuánto cuestan las cosas».

Las botas eran caras, pero un niño pequeño no entiende nada sobre las horas de trabajo, los salarios y los impuestos. Un chico recibe los regalos de buena gana, pero sabemos que no se puede esperar que aprecie plenamente el sacrificio que hacen sus padres para darle cosas nuevas.

A veces, me comporto como una niña. Con brazos abiertos, recibo los regalos de Dios y sus infinitas misericordias, pero, ¿soy agradecida? ¿Considero el precio que se pagó para que yo pueda vivir una vida plena?

El costo fue muy alto… más que «cosas corruptibles, como oro o plata». Como leemos en 1 Pedro, se requirió «la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1:18-19). Jesús dio su vida, un alto precio que pagar, para transformarnos en parte de su familia. Y Dios lo levantó de los muertos (v. 21).

Cuando entendemos el costo de nuestra salvación, aprendemos a ser verdaderamente agradecidos.