Algo que anteriormente solía molestarme era que, cuanto más me acercaba a Dios, más pecador me sentía. Al tiempo, un fenómeno que observé en mi habitación me hizo recapacitar: una pequeña abertura en la cortina de la ventana dejaba pasar un rayo de luz. Al mirar, vi partículas de polvo que volaban en el reflejo. Sin ese rayo, el cuarto parecía limpio, pero la luz revelaba las partículas de suciedad.
Ese hecho arrojó luz sobre mi vida espiritual. Cuanto más me acerco al Señor de la luz, con más claridad me veo. Cuando la luz de Cristo ilumina la oscuridad de nuestra vida, expone el pecado; pero no lo hace para desanimarnos, sino para que confiemos humildemente en Él. No podemos depender de nuestra propia justicia, porque somos pecadores y no alcanzamos los estándares de Dios (Romanos 3:23). Cuando somos orgullosos, la luz revela nuestro corazón, y clamamos como Isaías: «¡Ay de mí! […]; porque siendo hombre inmundo de labios, […] han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:5).
Dios es absolutamente perfecto en todo. Para acercarse a Él, es necesario tener humildad y confianza como la de un niño, y dejar de lado la jactancia y el orgullo. Es por su gracia que nos atrae hacia Él. Es bueno sentirnos indignos cuando nos acercamos a Dios, porque esto nos enseña a ser humildes y nos hace depender solamente de Él.