Cuando mis nietos eran pequeños, mi hijo los llevó a ver el musical El rey león. Cuando Simba, el león joven, se paró junto a su padre, el rey Mufasa, que había sido asesinado por su malvado tío, el pequeño, asustado y solo, exclamó: «¡Auxilio, auxilio, auxilio!». En ese momento, mi nieto de tres años se paró en su butaca, en medio del silencio del teatro, y gritó: «¡¿Por qué nadie lo ayuda?!».
El Antiguo Testamento contiene muchos relatos sobre el pueblo de Dios clamando por ayuda. Aunque sus problemas eran a menudo autoimpuestos debido a su rebeldía, Dios seguía dispuesto a ayudarlos.
El profeta Isaías tuvo que dar muchas noticias malas, pero, al mismo tiempo, le aseguró al pueblo: «el Señor los espera, para tenerles piedad; por eso se levanta para mostrarles compasión. […] ¡El Dios de piedad se apiadará de ti cuando clames pidiendo ayuda!» (Isaías 30:18-19 nvi). De todos modos, el Señor solía esperar que el mismo pueblo fuera la respuesta a ese clamor de ayuda (ver Isaías 58:10).
Hoy estamos rodeados de personas que necesitan que alguien las ayude, y tenemos el alto privilegio de convertirnos en las manos de Dios al responder en su nombre a esos clamores.