Estaba almorzando con dos hombres que habían aceptado a Cristo como Salvador mientras estaban presos. El más joven estaba desanimado porque la familia a la que le había robado no quería perdonarlo.
«Mi delito fue violento —dijo el mayor—, y sigue obsesionando y afectando hasta hoy a la familia. No me han perdonado, ya que el dolor es demasiado grande. Al principio, ese deseo de ser perdonado me paralizaba». Luego, agregó: «Entonces, un día, me di cuenta de que mi pesar empezó a ir acompañado de egoísmo. Es mucho desear que esa familia me perdone. Estaba demasiado centrado en lo que yo sentía que necesitaba para sanar mi pasado. Me llevó un tiempo comprender que ese perdón era una cuestión entre ellos y Dios».
«¿Cómo puedes soportarlo?», preguntó el más joven.
El hombre mayor le explicó que Dios había hecho por él lo que no merecía y lo que otros no pueden hacer: murió por nuestros pecados, y cumple su promesa de alejarlos «cuanto está lejos el oriente del occidente» (Salmo 103:12) y de no acordarse más de ellos (Isaías 43:25).
Ante un amor tan grandioso, honramos al Señor al aceptar la suficiencia de su perdón. Debemos olvidar lo que queda atrás y seguir avanzando (Filipenses 3:13-14).