Cuando era niño, solíamos viajar en familia por una zona desértica de nuestro país. Nos encantaba ver a lo lejos las tormentas que, acompañadas de relámpagos y truenos, desencadenaban intensos chaparrones que bañaban la arena caliente. El agua fría refrescaba la tierra… y a nosotros.
El agua produce cambios maravillosos en las regiones áridas. Por ejemplo, algunos cactus están completamente inactivos durante la temporada seca. Sin embargo, después de las primeras lluvias estivales, brotan y exhiben delicados pétalos rosados, dorados y blancos.
Asimismo, en Tierra Santa, después de una intensa lluvia, los terrenos secos parecen florecer de la noche a la mañana. Isaías utilizó la renovación que produce la lluvia para ilustrar la obra de la Palabra de Dios: «Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié» (Isaías 55:10-11).
La Escritura tiene vitalidad espiritual. Por eso, no vuelve vacía. Dondequiera que encuentra un corazón abierto, renueva, nutre y da vida nueva.