Cuando eran bebés, mis hijos tenían la piel casi perfecta: suave, sin los codos secos ni los pies con durezas. Tersa y nueva, contrastaba con la mía, con varias cicatrices y callosidades producidas por los años.
Por ser un poderoso guerrero y el comandante del ejército sirio, Naamán quizá tenía la piel endurecida y con cicatrices de las batallas, pero también padecía una grave enfermedad: lepra. Cuando una criada le comentó que el profeta Eliseo podía sanarlo, fue a verlo. Tras seguir sus instrucciones, su piel enferma se volvió «como la carne de un niño» (2 Reyes 5:14). Esta curación lo dejó en mejores condiciones, tanto física como espiritualmente. Después de recuperarse, declaró: «… ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel» (v. 15). Mediante esta experiencia milagrosa, descubrió que hay un solo Dios verdadero (1 Corintios 8:6).
Tal como Naamán, y por nuestra propia experiencia, podemos aprender lecciones importantes sobre Dios. Recibir una bendición puede mostrarnos su misericordia y bondad (Mateo 7:11), y soportar una prueba nos ayuda a ver su suficiencia y cuidado. Conocer más al Señor (2 Pedro 3:18) traerá como resultado una mejoría en nuestra vida espiritual.