Al principio del año académico, la directora de una escuela de la ciudad donde vivo prometió aprender el nombre de los 600 alumnos que asistían. El que dudara de su capacidad o determinación podía revisar sus antecedentes: el año anterior, había aprendido el nombre de 700 alumnos; y, previo a eso, el de 400 más en diferentes escuelas. Piensa en cuán importante habrá sido para esos estudiantes que ella los reconociera y los saludara por sus nombres.
La historia de Zaqueo y Jesús (Lucas 19:1-10) contiene un elemento de reconocimiento personal sorprendente. Mientras el Señor pasaba por Jericó, un próspero recaudador de impuestos, llamado Zaqueo, trepó a un árbol para verlo. «Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa» (v. 5). En vez de ignorarlo o de decir: «Oye, tú que estás en ese árbol», Jesús lo llamó por su nombre. De ahí en adelante, a aquel hombre le cambió la vida.
Cuando parece que nadie sabe quién eres ni se interesa por ti, recuerda que Jesús nos conoce por nuestro nombre y anhela que nos relacionemos con Él personalmente. Nuestro Padre celestial nos mira con ojos de amor y está atento a cada detalle de nuestra vida.