Eran nuestras últimas vacaciones en familia antes de que nuestro hijo mayor fuera a estudiar a la universidad. Mientras nos sentábamos en el banco trasero de una pequeña iglesia junto al mar, se me llenó el corazón de amor al ver uno al lado del otro a mis cinco hijos, bastante bien arreglados. Pensando en las presiones y los desafíos que enfrentaría cada uno, oré en silencio: Señor, por favor, protégelos espiritualmente y que se mantengan cerca de ti.
El último himno tenía un coro impactante, basado en 2 Timoteo 1:12: «… yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día». Eso me generó una sensación de paz, al asegurarme que Dios guardaría sus almas.
Ya han pasado varios años. Algunos de mis hijos anduvieron de acá para allá y otros directamente se rebelaron. A veces, he dudado de la fidelidad de Dios. Entonces, me acuerdo de Abraham: tropezó, pero nunca desconfió de la promesa que había recibido (Génesis 15:5-6; Romanos 4:20-21). Durante años de espera y de intentos equivocados de ayudar a resolver las cosas, se mantuvo aferrado a la promesa del Señor… y nació Isaac.
Este recordatorio de confianza me resulta alentador. Le pedimos cosas a Dios, recordamos que le importa, conocemos su poder y le agradecemos por su fidelidad.