Me encanta la Navidad. La celebración del nacimiento de Cristo, y la belleza y la grandeza de este período hacen que, para mí, sea «la época más maravillosa del año». Sin embargo, en los últimos tiempos, llega acompañada de una gran agitación, ya que los artículos navideños aparecen cada vez más temprano, anticipándose varios meses.
Antes se limitaba a diciembre, pero, ahora, a principios de noviembre ya escuchamos música de Navidad en las radios. Las tiendas empiezan a publicitar ofertas especiales en octubre, y las golosinas típicas comienzan a aparecer a finales de septiembre. Si nos descuidamos, este creciente aluvión puede adormecernos e, incluso, hacernos perder el sabor de lo que debería ser un tiempo de gratitud y reconocimiento.
Cuando empieza a invadirme la crispación, trato de forzarme a recordar que Navidad se trata de quién es Jesús y de por qué vino. Evoco el amor y la gracia de un Dios perdonador que envió a su Hijo para rescatarnos. Traigo a mi mente que, en definitiva, solo importa un regalo: el «don inefable» de Dios (2 Corintios 9:15). Recuerdo que la salvación que Cristo vino a dar es tanto el regalo como el Dador, todo envuelto en un solo paquete.
Jesús es nuestra vida durante todo el año, y Él es la máxima maravilla: «¡Venid y adoremos!».