Cada otoño y durante tres semanas, nuestra ciudad se convierte en una galería de arte. Cerca de 2.000 artistas de todo el mundo exhiben sus obras en galerías, museos, hoteles, parques, calles, estacionamientos, restaurantes, iglesias e, incluso, en el río.
Entre lo que más me gusta, están los mosaicos, hechos de pequeños trozos de vidrios de colores. En el 2011, el premio lo obtuvo un mosaico de la crucifixión, de 2,7 por 3,9 metros, hecho por Mia Tavonatti. Mientras miraba la obra de arte, escuché que la artista comentaba sobre las veces que se había cortado mientras daba forma a los trozos de vidrio de su mosaico.
Al observar la hermosa representación de lo que fue un acontecimiento horrendo, vi algo más que una descripción de la crucifixión: un cuadro de la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Cada trozo de vidrio era como un creyente, maravillosamente moldeado por el Señor para encajar con los demás y formar un todo (Efesios 2:16, 21). En la historia de aquella artista, reconocí el derramamiento de la sangre de Jesús para que esta unidad pudiera llevarse a cabo. Y, en la obra de arte terminada, vi el acto de amor que se requirió para completar el proyecto, a pesar del dolor y el sacrificio.
Los que creemos en Cristo somos una obra de arte creada por Dios para mostrar la grandeza de un Salvador, quien hace algo hermoso con los trozos resquebrajados de nuestra vida.