Alguien me perseguía. En un pasillo oscuro, giré en una esquina para subir por una escalera y, deteniéndome en seco en mi trayecto, me alarmó lo que vi. A los pocos días, volvió a ocurrir. Pasé por el fondo de una de mis cafeterías favoritas y percibí la sombra grande de una persona que se me acercaba. Sin embargo, ambos incidentes terminaron con una sonrisa… ¡me había asustado de mi propia sombra!
El profeta Jeremías habló sobre la diferencia entre los miedos reales y los imaginarios. Algunos de sus compatriotas judíos le pidieron que averiguara si el Señor quería que se quedaran en Jerusalén o que volvieran a Egipto para protegerse, porque temían al rey de Babilonia (Jeremías 42:1-3). El profeta les dijo que, si se quedaban y confiaban en Dios, no tenían por qué tener miedo (vv. 10-12). No obstante, si regresaban a Egipto, el temido rey los encontraría (vv. 15-16).
En un mundo de peligros reales, el Señor le había dado a Israel una razón para confiar en Él en Jerusalén. Anteriormente, los había rescatado de Egipto. Siglos después, el largamente esperado Mesías murió por nosotros para librarnos de nuestro pecado y del temor a la muerte. Que nuestro Dios Todopoderoso nos enseñe hoy cómo vivir bajo la protección de su sombra, en lugar de padecer los miedos tenebrosos que nosotros mismos inventamos.