Él comenzó a garabatear algunas palabras en un papel. De repente, desvió su mirada hacia un costado y encontró una pequeña nota escrita por su esposa. Cerro sus ojos e imágenes de la memoria lo visitaron: su hijo, de apenas cuatro años, estaba acostado en la cama a causa de una fiebre fatal. Las imágenes lo transportaron a su ciudad, arrasada por un gran incendio. En un abrir y cerrar de ojos, vio que todos sus negocios e inversiones, fruto de mucho trabajo, desaparecían.
Observó también la imagen de su esposa junto a él, proyectando un largo viaje en barco. Ella iría antes con las cuatro hijas y él lo haría después de cerrar un negocio importante. Aún podía sentir aquellos abrazos tan amorosos que intercambiaron cuando se despidieron. Miró nuevamente y en detalle aquella nota, que decía: «Estoy a salvo, pero sola». Las lágrimas surcaron su rostro mientras pensaba en aquellas palabras.
El barco que llevaba a su familia colisionó con otro en alta mar y 226 pasajeros perdieron la vida; entre ellos, sus cuatro hijas. Solo su esposa había sobrevivido. Él enjugó sus lágrimas, continuó escribiendo y, así, Horatio G. Spafford, un abogado cristiano de Chicago, escribió en noviembre de 1873 uno de los himnos más bellos del cristianismo: Estoy bien con mi Dios. Sumido en un profundo dolor, compuso estos versos:
De paz inundada, mi senda ya esté, o cúbrala un mar de aflicción,
cualquier que sea mi suerte, diré: ¡Estoy bien, tengo paz, gloria a Dios!
Tal vez ya hemos conocido personas que pasaron por situaciones semejantes. ¿Cómo ofrecer refugio y ánimo a aquellos que sufren? ¿Cómo ayudar a alguien que perdió su empleo o a un familiar, o que hoy enfrenta una grave enfermedad? Mientras sufría, el autor del Salmo 77 cuestionó: «¿Desechará el Señor para siempre, y no volverá más a sernos propicio? ¿Ha cesado para siempre su misericordia? ¿Se ha acabado perpetuamente su promesa?» (vv. 7-8).
El motivo de la pregunta del poeta es descubrir por qué estaba siendo probado. Esta es una reacción natural, no solo para los que están pasando por pruebas, sino también para quienes los rodean y los aman.
Aun cuando ambos estaban afligidos por semejante dolor, los Spafford y el salmista entendieron que, independientemente de cuál fuera la pérdida, la lucha o la tribulación, recibirían mayor ayuda y consuelo de parte del Padre. Podemos acercarnos con confianza a los que sufren, preparados para escuchar y con las palabras de Jesús:
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. […] La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:1, 27).
La esperanza de un día mejor hace que el sufrimiento actual sea un poco más llevadero. Podemos aprender a vivir con las pérdidas, porque el Señor nos anima y nos consuela siempre.