Antes de poder comprar un horno autolimpiante, me las arreglaba para mantenerlo en condiciones. Incluso las visitas comentaban al respecto cuando venían a casa: «Vaya, ¡qué limpio está tu horno! Parece nuevo». Yo aceptaba el elogio aunque sabía que no lo merecía… la limpieza no tenía nada que ver con que yo lo restregara, sino que no lo usaba muy seguido.

Me pregunto cuántas veces soy culpable de aceptar un reconocimiento inmerecido por mi vida «limpia». Es fácil dar la impresión de ser una persona virtuosa; simplemente, no hacer nada difícil, controversial o que desagrade a la gente. Pero Jesús dijo que debemos amar a los que disienten con nosotros y no comparten nuestros valores, e incluso a quienes les resultamos desagradables. El amor exige que no estemos ajenos a las dificultades en la vida de otras personas. A menudo, el Señor tenía problemas con los líderes religiosos que se preocupaban más de mantener una buena reputación que de la condición espiritual de aquellos a quienes supuestamente debían atender. Consideraban inmundos a Jesús y sus discípulos por mezclarse con pecadores, cuando lo único que intentaban era rescatar a la gente de su estilo de vida destructivo (Lucas 5:30-31).

Los verdaderos discípulos de Cristo están dispuestos a arriesgar su reputación para ayudar a otros a salir del lodo del pecado.