Cuando le pregunté a un amigo cómo andaba su madre, me dijo que la demencia senil le había robado su capacidad de recordar muchos nombres y acontecimientos del pasado. «Aun así —agregó—, todavía puede sentarse al piano y, sin la partitura, tocar de memoria himnos hermosos».
Hace 2.500 años, Platón y Aristóteles escribieron sobre el poder auxiliador y sanador de la música. Pero, siglos antes, el registro bíblico estaba saturado de canciones.
Desde la primera mención de Jubal, «padre de todos los que tocan arpa y flauta» (Génesis 4:21), hasta aquellos que «cantan el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Apocalipsis 15:3), las páginas de la Biblia resuenan de música. Salmos, llamado a menudo «el himnario bíblico», nos señala el amor y la fidelidad de Dios. El libro concluye con un llamado incesante a adorar: «Todo lo que respira alabe al Señor. Aleluya» (Salmo 150:6).
Como nunca antes en la historia, hoy necesitamos que Dios ministre con música nuestro corazón. Sea lo que sea que enfrentemos durante el día, que la noche nos encuentre cantando: «Fortaleza mía, a ti cantaré; porque eres, oh Dios, mi refugio, el Dios de mi misericordia» (59:17).