La primavera acababa de convertirse en verano y los granos empezaban a dar fruto mientras nuestro tren recorría la fértil zona por donde íbamos. Las fresas estaban maduras, y había personas arrodilladas cortándolas entre el rocío de la mañana. Los arándanos absorbían tanto los rayos solares como los nutrientes de la tierra.
Después de pasar por varios campos con frutas maduras, llegamos a un montón de metal corroído y abandonado. La imagen áspera de la chatarra anaranjada que asomaba de la tierra contrastaba tremendamente con los verdes suaves de los granos. El metal no produce nada. Por el contrario, el fruto crece, madura y nutre a los seres humanos hambrientos.
El contraste entre el fruto y el metal me recuerda las profecías de Dios contra las ciudades antiguas, como Damasco (Isaías 17:1, 10-11 lbla): «Porque te olvidaste del Dios de tu salvación […] la cosecha será un montón inservible». Esta profecía sirve como una advertencia contemporánea sobre el peligro y la inutilidad de pensar que podemos producir algo con nuestra propia fuerza. Separados de Dios, la obra de nuestras manos se convertirá en un montón inservible. Sin embargo, cuando nos unimos al Señor en la obra de sus manos, Él bendice nuestro esfuerzo y provee alimento espiritual para muchos.