Melina quería que su papá la ayudara, pero le daba miedo preguntarle. Sabía que cuando él trabajaba en su computadora, no quería que lo interrumpieran. «Quizás se enoje conmigo», pensó, así que no le preguntó.
No podemos tener esta clase de temor cuando acudimos a Jesús. En Mateo 8:1-4, leemos sobre un leproso que no dudó cuando tuvo que interrumpir al Señor para comunicarle sus necesidades. La enfermedad de este hombre le producía desesperación; lo habían marginado de la sociedad y se encontraba profundamente angustiado. Jesús estaba ocupado con «mucha gente», pero el leproso se abrió paso entre la multitud para hablar con Él.
El Evangelio de Mateo relata que este hombre se acercó y «se postró ante él» (v. 2). Se aproximó a Jesús en adoración, humildad y confianza en su poder, reconociendo que podía ayudarlo si quería. Le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (v. 2). Con compasión, Jesús lo tocó (la lepra lo había vuelto «intocable», según las normas de la ley judía), y fue limpio de inmediato.
Al igual que el leproso, no tenemos por qué dudar para acercarnos a Jesús y pedirle ayuda. Cuando acudimos a Él con humildad y adoración, podemos confiar en que decidirá lo mejor para nosotros.