Cuando Hans Egede fue a Groenlandia como misionero en 1721, no sabía el idioma inuit. Tenía un temperamento a menudo autoritario, y se esforzaba por ser amable con la gente.
En 1733, una epidemia de viruela arrasó aquel país, tras lo cual murieron dos tercios de la población inuit e incluso la esposa de Egede. Este sufrimiento compartido ablandó la actitud áspera del misionero, y este empezó a trabajar incansablemente para ocuparse del bienestar físico y espiritual de aquellas personas. Como su vida empezó a representar mejor las historias que les relataba sobre el amor de Dios, los inuit finalmente pudieron darse cuenta de que él también deseaba amarlos. Aun en el sufrimiento, sus corazones se volvieron a Dios.
Quizá seas como los inuit de esta historia y no puedas ver al Señor en las personas que te rodean. O tal vez seas como Hans Egede, que le costaba mucho expresar amor de una manera que les enseñara a las personas sobre Dios. Como el Señor sabía que somos débiles y necesitados, nos mostró cómo es el amor: envió a su Hijo Jesucristo a morir por nuestros pecados (Juan 3:16). De tal manera nos ama Dios a ti y a mí.
Jesús es el ejemplo perfecto del amor descrito en 1 Corintios 13. Al mirarlo a Él, descubrimos que somos amados y, a su vez, aprendemos a amar a los demás.