Hace años, caí de un puente de unos once metros de altura y, como mi vida corría peligro, me internaron en un hospital. Mientras estaba allí, la esposa del hombre de la cama de al lado se detuvo para hablar conmigo: «Mi esposo acaba de contarme lo que te sucedió. No tenemos duda de que Dios te protegió porque desea utilizarte. Hemos estado orando por ti».
Quedé pasmado. Había crecido yendo a la iglesia, pero nunca había imaginado que Dios quería hacer algo con mi vida. Las palabras de aquella mujer me mostraron un Salvador del que había oído hablar, pero al que no conocía… y marcaron el comienzo de mi acercamiento a Cristo. ¡Cuánto valoro el recuerdo de aquellas palabras dichas por una testigo amable a quien le interesó decirle algo a un extraño sobre el Dios cuyo amor es verdadero! Sus palabras transmitieron interés y preocupación, y brindaron una promesa y un propósito.
Jesús desafió a sus discípulos (y a nosotros) a hablarles a los demás sobre el amor de Dios: «… recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8).
Mediante la obra del Espíritu Santo, nuestras palabras y testimonio pueden tener poder para marcar una diferencia eterna en la vida de los demás.