Hace unos años, leí una poesía de George MacDonald, titulada A Hidden Life [Una vida escondida]. Cuenta la historia de un joven intelectualmente talentoso que prefirió volver a la granja de su familia para estar con su padre anciano en vez de convertirse en un profesional prestigioso. Allí se dedicó a lo que MacDonald denominó «tareas comunes y corrientes» y «actividades simples de utilidad humana». Sus amigos se lamentaron porque consideraban que estaba desperdiciando sus talentos.
Quizá tú también sirvas en algún lugar desconocido, haciendo solamente cosas comunes, y otros tal vez lo consideren un desperdicio. Pero Dios no desaprovecha nada. Todo acto de amor hecho en su nombre tiene consecuencias eternas. Todo lugar, por pequeño que sea, es terreno santo. La influencia va más allá de las acciones y las palabras importantes. Puede ser un simple asunto de servicio humano: acompañar, escuchar, comprender una necesidad, amar y orar. Esto convierte el deber diario en adoración y servicio.
El apóstol Pablo desafió a los colosenses: «Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús» y «de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia» (Colosenses 3:17, 23-24). Dios lo ve todo y se deleita en nuestro servicio.