La otra tarde, mi hijo mayor, Bryan, y yo tuvimos una
interesante conversación. Él estaba compartiendo conmigo su
decepción con algunos de sus amigos cristianos cuyas vidas
no encajan con el evangelio en el que dicen creer. De hecho, el
pecado en sus vidas realmente desacredita el mensaje que
predican. Esto hizo que ambos nos diéramos cuenta que también
somos capaces de tener fracasos pecaminosos y por lo tanto, de
violar la integridad de nuestro mensaje.
El evangelio es un mensaje santo que debe representarse con
una vida santa. El paquete debe ser completo. Dios no
encomendó el mensaje del evangelio y la proclamación de esta
maravillosa noticia a personas que no están viviendo
correctamente y que no tienen la intención de cambiar. Una
vida cambiada le da total credibilidad e integridad al mensaje
que se predica, y esto entonces producirá un cambio en la vida
de otra persona.
En Filipenses 1:27-28, Pablo subrayó que nuestras vidas son el
juego de vajilla del evangelio. No somos el evangelio, pero hemos
de ser los vasos y los recipientes limpios en los éste se sirve.
Nadie quiere comer comida de platos sucios. Queremos que se
nos sirva la comida en platos limpios.
Tenemos que examinar nuestras vidas. ¿Estamos limpios?
¿Somos buenos platos para que Dios nos use? Si Él nos coloca
en Su mesa de oportunidad y las personas se acercan, ¿querrán
ellas devolver la comida porque al mirarnos dicen, «Esto no está
limpio. No puedo comer de esto. Podría enfermarme.» Eso es lo
que sucede cuando no prestamos atención a mantener nuestra
vida limpia.
El evangelio llama a la urgencia tanto de lidiar con el pecado
en nuestras vidas como de proclamar el mensaje. Las personas
nos están observando. Necesitan escuchar la verdad, así que
tenemos que compartirla con urgencia.
Las «buenas nuevas» no son sólo un mensaje que
compartimos — es la vida que vivimos. Asegurémonos que
nuestras vidas digan la verdad acerca de lo que decimos. —CWL