Mi esposo y yo vivimos en una zona rural rodeada de granjas, donde este dicho es popular: «Si hoy comes, dale gracias a un granjero». Sin duda, los granjeros merecen nuestro agradecimiento, ya que hacen el trabajo abrasador y arduo de preparar la tierra, plantar las semillas y cosechar los alimentos que impiden que muramos de hambre.
Pero cada vez que le agradezco a un granjero, trato de recordar alabar a Dios, porque Él es el responsable de producir lo que comemos: da la luz, envía la lluvia y crea la energía dentro de la semilla que empuja a través del suelo y produce fruto.
Aunque la tierra y todo lo que hay en ella le pertenecen a Dios (Salmo 24:1), Él ha escogido que los seres humanos sean sus cuidadores. Somos responsables de utilizar los recursos de la Tierra como Él lo haría… para hacer su obra en el mundo (115:16). Y así como somos mayordomos de la creación divina, también lo somos de su diseño para la sociedad. Esto lo hacemos al respetar a quienes Él ha colocado en puestos de autoridad, pagar los impuestos, dar honra a los que se la han ganado y saldar permanentemente nuestra deuda de amor (Romanos 13:7-8). Pero hay algo que reservamos para Dios: toda la gloria y la alabanza le pertenecen porque hace posibles todas las cosas (Salmo 96:8).