Hay una serie de momentos en tu vida cuando
desesperadamente necesitas del toque fresco del Señor.
Ésa es la situación en la que se encontraban los discípulos
de Jesús (Juan 21). Pedro les dijo «Me voy a pescar.» Ellos le
dijeron, «Nosotros también vamos contigo.» Y aquella noche no
pescaron nada (v.3).
Días antes, los discípulos habían visto morir a Jesús. Y
aun cuando habían visto al Jesús resucitado, todavía estaban
confundidos, inconscientes de su misión, y sintiéndose
abandonados. Estaban sin el Salvador, quien lo había sido todo
para ellos, y también sin el Espíritu Santo, quien, según se les
había prometido, tomaría Su lugar. Se encontraban en el
intermedio.
Así que allí se encontraban, sentados preguntándose, «¿Y
ahora qué vamos a hacer?» Juan 21:3 nos dice que Pedro decidió
ir a pescar. Y así, regresaron al territorio que les era familiar y no
atraparon nada ni aprendieron nada — hasta que Jesús los
encontró en la orilla a la mañana siguiente.
Demasiado a menudo, cuando nos sentimos desesperados lo
primero que hacemos es buscar un arreglo rápido. Decimos, «No
tengo que soportar esto. Renuncio a mi empleo.» «Si Dios no hace
nada, yo mismo lo haré.» «Si Dios no sana esta relación, yo le
pondré fin.» Y así, con nuestras propias fuerzas nos ponemos a
solucionar el problema.
Pero todo el esfuerzo que desplegamos para arreglar nuestra
familia o resolver alguna crisis no rendirá mucho. El Señor quiere
tanto oírnos decir, «Perdóname, Señor. Pensé que tenía razón, pero
ahora veo que sólo estaba buscando una salida. No se trataba de
Ti y de mí, Señor; tan sólo se trataba de mí.»
Ya sea que lo sepamos o no, nos encontramos en una buena
situación. Dios siempre está listo a revelarle a un corazón humilde
lo inútil de esforzarse fuera de Él. Ese mismo Salvador que se paró
a la orilla en Juan 21 te está preguntando, «¿Estás listo para darme
esto que te atribula? ¿Podemos trabajar juntos en esto?
Comencemos hoy.» —JM