En el ministerio para niños en mi iglesia, damos tarjetas a aquellos que notamos que se portan bien. Los pequeños las juntan y reciben premios por las buenas decisiones que han tomado. De este modo, tratamos de reafirmar la buena conducta en lugar de concentrarnos en el mal comportamiento.
Cuando un líder le entregó una tarjeta a Timoteo, de once años de edad, él respondió: «No, gracias. No la necesito. Quiero portarme bien, y no necesito una recompensa por hacerlo». Para él, hacer lo correcto era la recompensa. Sin duda, ese muchachito tiene bien incorporados los buenos valores y desea ponerlos en práctica… haya premio o no.
Como creyentes en Cristo, nosotros un día también recibiremos recompensas. En 2 Corintios 5:10, Pablo expresa que cada uno recibirá «según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo». Pero el recibir una recompensa no debe ser nuestra motivación para vivir correctamente. Tampoco debe serlo ganar la salvación. El deseo y la motivación de nuestro corazón tienen que ser el amor de Dios y el procurar agradarle.
Cuando amamos a Dios, hacemos que nuestro objetivo sea complacer a Aquel que nos amó primero (1 Juan 4:19) y servirlo con motivaciones puras (Proverbios 16:2; 1 Corintios 4:5). ¡La mejor recompensa será estar con Él!