Un incendio voraz se desató en los hermosos cañones cerca de Colorado Springs, en Estados Unidos, y destruyó el hábitat de varias especies de la flora y fauna silvestres, y cientos de casas. Toda la nación clamó a Dios pidiéndole que enviara lluvia para apagar las llamas, terminar con la destrucción y dar un respiro a los bomberos. Las oraciones de algunas personas incluían algunas condiciones interesantes: que Dios fuera misericordioso y mandara lluvia, pero sin relámpagos, porque temían que estos desencadenaran más incendios.
Esto me recuerda cómo vivimos tensionados entre cosas que nos salvan y otras que nos matan. El fuego cocina nuestros alimentos y nos mantiene abrigados, pero también puede consumirnos. El agua nos hidrata el cuerpo y enfría nuestro planeta, pero asimismo puede ahogarnos. Ambos extremos referentes a estos elementos amenazan nuestra vida.
Este mismo principio obra en la esfera espiritual. Para desarrollarse, las civilizaciones necesitan las cualidades aparentemente opuestas de la misericordia y la justicia (Zacarías 7:9). Jesús reprendió a los fariseos por ser legalistas, pero también por descuidar «los preceptos de más peso de la ley» (Mateo 23:23 lbla).
Podemos inclinarnos hacia la justicia o hacia la misericordia, pero Jesús las mantiene en un equilibro perfecto (Isaías 16:5; 42:1-4). Su muerte satisface la necesidad de Dios de justicia y nuestra necesidad de misericordia.