Todos los que se acercaban a Jesús quedaban decepcionados
por su perturbadora revelación de cómo era la fidelidad de
Dios. Había aquéllos que querían que Jesús juzgara y
condenara, como los escribas y los fariseos en Juan 8, quienes
acosaban a Jesús por un juicio contra la mujer que había sido
pescada en adulterio (ver también Mateo 7:1; Lucas 12:14; Juan
8:15, 12:47). La fidelidad perturbadora de Jesús no se ve como
condenación. En vez de ello, ¡Él se manifestó (fue encarnado)
para salvar!

Otros querían sanidad, y ciertamente Jesús los sanó por miles.
Pero la fidelidad para Jesús no siempre se veía necesariamente
como sanidad. En Juan 11, luego de escuchar de la enfermedad
de uno de sus amigos más íntimos, Jesús parece quedarse lejos
de Lázaro por dos frustrantes días más. Como resultado de ello,
Lázaro muere.

Marta y María aparecen con las mismas palabras de
decepción: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría
muerto.» Si hubieses arreglado las cosas, lo hubieses sanado, hubieses
contestado nuestras oraciones de la manera que queríamos que las contestaras.
Pero, al igual que Su Padre, Jesús había venido mostrarnos que
Dios nos es fiel de maneras que jamás podríamos haber soñado.
Antes de proseguir hacia la tumba de Su amigo, sucede
algo milagroso — un evento que la mayoría de nosotros no
consideraríamos como un milagro. Pero puede que sea el milagro
más milagroso de toda la historia. Jesús lloró.
Él se manifestó y entró de lleno y dolorosamente al
sufrimiento de Sus amigos. Momentos después, Él proveería el
milagro de la resurrección que ninguno de ellos podría haber
incluso imaginado pedírselo. Pero Lázaro finalmente moriría una
vez más, ¿no es cierto? La muerte seguiría siendo una realidad. Lo
que Jesús cambió para siempre fue la imagen del rostro de la
fidelidad. No un rostro amenazador, ni sentencioso; no un rostro
con ira en los ojos, sino más bien con una lágrima.
Jesús le dio forma a la fidelidad. Él estuvo presente en el
sufrimiento de ellos y en el nuestro. Presente en la soledad de
ellos y en la nuestra. Familiarizado con todo el dolor de ellos
y el nuestro. Ésta era una fidelidad que nadie esperaba, tan
profundamente personal, tan totalmente satisfactoria. Jesús no
siempre les dio respuestas, sanidad, o juicios «fielmente», pero
siempre se les a Sí mismo. —MC