A veces, limpiar el altillo del abuelo tiene sus ventajas. Una vez, un hombre descubrió unas tarjetas de béisbol de más de 100 años de antigüedad en perfecto estado. Los tasadores las valuaron en tres millones de dólares.
Una clave del alto precio de esas tarjetas fue haber estado bien conservadas. Pero más allá de eso, el verdadero valor yacía en que eran auténticas. Si hubieran sido falsificaciones, por más que parecieran buenas, no habrían costado ni siquiera el valor de la cartulina donde estaban impresas.
El apóstol Pablo dijo algo similar sobre el cristianismo: nuestra fe sería completamente inútil y falsa si la resurrección de Cristo no fuera auténtica. Su valentía y su confianza en el plan de Dios lo llevaron a declarar: «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Corintios 15:14), y «si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados» (v. 17).
La fe cristiana descansa en la autenticidad de esta historia: Jesús murió en la cruz y resucitó. Alabado sea Dios por las pruebas fehacientes de la muerte y la resurrección de Cristo (vv. 3-8). Son hechos auténticos, y en ellos, podemos afirmar nuestro destino eterno y total dependencia de Dios.