Hace muchos años, mi padre y yo hicimos una excursión por lo que actualmente es el Parque Nacional Big Bend, en Texas, Estados Unidos. En aquellos días, era solo un terreno escabroso.
Una noche, mientras extendíamos nuestras bolsas de dormir, una pareja con su perro nos preguntó si podía acampar cerca. Aceptamos con agrado la compañía y nos acostamos. Ellos ataron el perro a una estaca junto a su tienda.
Unas horas después, mi padre me despertó y encendió su linterna. Con la luz, pudimos ver varios pares de ojos amarillos espiando entre las sombras. Un grupo de coyotes que gruñían y mostraban los dientes estaban rodeando al perro. Aunque los espantamos y nuestros vecinos metieron el perro en la tienda, nos despertamos a cada rato.
Pienso en aquella noche cuando leo el Salmo 59 y veo la frase que, casi idéntica, David repite dos veces: «Volverán a la tarde, ladrarán como perros…» (vv. 6, 14). Pensaba en el ejército de Saúl que estaba acercándose. No obstante, a mí me trae a la mente los pensamientos que regresan amenazantes, en la noche, gruñendo y mostrando los dientes: «eres un estúpido», «un fracasado», «un inútil», «nadie te necesita».
Cuando esto suceda, podemos deleitarnos en el amor incondicional e infinito de Dios. Su inalterable fidelidad es nuestro refugio en la noche oscura de la duda y el temor (v. 16).