Me encanta cuando algún estudiante en mi clase de redacción en la universidad me dice, «Realmente quiero que me vaya bien en esta clase.» Me reconforta escuchar esta proclamación, presentada con una sonrisa de afirmación.

Pero no me gusta cuando dos días después este estudiante no entrega una asignación. Y luego el estudiante falta a un par de clases. No contesta a la mayoría de las preguntas en una prueba sobre alguna lectura obligada. Y, así como así, el estudiante sonriente con las grandes promesas enfrenta la grave posibilidad de salir reprobado.

Algunas veces existe una brecha considerable entre nuestros deseos auténticos y el esfuerzo que se requiere para alcanzar una meta. Puede que encontremos esto con relación al trabajo escolar, pero más a menudo parece aplicarse a la manera en que nos conducimos en nuestra relación con Dios. Le sonreímos a Dios y le decimos «Quiero seguirte y vivir para Ti.» Pero cuando las pruebas vienen o se tiene que seguir lo que se nos asigna, retrocedemos y vamos en nuestra propia dirección.

Jesús contó una parábola acerca de ese tipo de respuesta. Describió a dos hijos, uno estaba claramente renuente a cumplir con su deber de ayudar a su padre, y el otro parecía ansioso por ayudar.

Pero, al igual que mi estudiante sonriente, el segundo hijo prometió hacer el trabajo y no hizo nada. Su hipocresía salió a la luz, y demostró ser puras palabras y nada de acción. El primer hijo se arrepintió de su actitud indolente y no le falló a su padre cuando éste lo necesitó.

¿Cuál de ellos se parece a nosotros? ¿Decimos que nos apuntamos para el trabajo pero no se puede contar con nosotros cuando el trabajo está en peligro? ¿Vemos la importancia de la obediencia — y seguimos adelante hasta el final?

Decirle que sí a Dios no significa nada a menos que llevemos a término lo que Él nos llama a hacer.  —JDB