Hace unos años, me encontraba con un par de hombres en un ascensor. Era de noche, tarde, y todos parecíamos agotados. El ascensor se detuvo, y caminando sin apuro, entró un vaquero imponente que vestía un sombrero maltrecho, un abrigo de piel de oveja viejo y manchado, y unas botas de leñador gastadas. Nos miró de arriba abajo y, luego, a los ojos, y gruñó: «Buenas noches, hombres». Todos nos enderezamos y echamos los hombros hacia atrás… en un intento de actuar de acuerdo a su expresión.

En esta época, abocada a honrar a cualquiera, hablemos de vivir a la altura de la palabra hombre. Tratamos de ser machos y fuertes, pero, a menudo, es una simple apariencia. Por más que nos esforcemos al máximo, nos damos cuenta de que no es suficiente. Debajo de las bravuconadas, albergamos una gran cantidad de miedos, inseguridades y defectos. Gran parte de nuestra hombría es una simple fanfarronada.

Pablo era lo suficientemente hombre como para admitirlo: «Pues también nosotros somos débiles…» (2 Corintios 13:4). Esto no es una palabrería santurrona, sino una realidad aleccionadora. No obstante, en lo que parece ser una contradicción, el apóstol insistió en que debemos comportarnos «varonilmente» (1 Corintios 16:13).

¿Cómo podemos ser la persona fuerte que Dios quiso que fuéramos? Únicamente, poniéndonos en sus manos y pidiéndole que nos haga así por medio de su poder y capacitación.