El otro día, mi amigo afroamericano de siete años de edad, Tobías, me preguntó algo que me hizo reflexionar: «Si Adán y Eva eran blancos, ¿de dónde salió la gente negra?». Cuando le dije que no sabemos de qué «color» eran y le pregunté por qué pensaba que eran blancos, respondió que eso es lo que siempre veía en los libros de historias bíblicas y en la biblioteca. Se me partió el corazón. Me pregunté si eso lo haría sentirse inferior o que el Señor no lo había creado.
Todas las personas tienen sus raíces en el Dios creador y, por lo tanto, son iguales. El apóstol Pablo se lo dijo a los atenienses: «Y de una sangre [Dios] ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra…» (Hechos 17:26). Todos somos «de una sangre». En su comentario del libro de los Hechos, Darrell Bock señala: «Esta afirmación les habrá resultado difícil de aceptar a los atenienses, ya que se enorgullecían de ser un pueblo superior y llamaban bárbaros a los demás». No obstante, como todos descendemos de nuestros primeros padres, Adán y Eva, no hay ninguna raza ni etnia superior o inferior a las demás.
Maravillados, nos presentamos delante de nuestro Creador, quien nos hizo y nos da a todos «vida y aliento y todas las cosas» (v. 25).
Como iguales ante los ojos de Dios, lo alabamos y honramos juntos.