Durante los juegos olímpicos del año 2004, los atletas competían por muchísimas diferentes razones. Algunos honraban a un ser querido que había muerto. Otros querían mejorar sus marcas de hacía cuatro años. Otros simplemente querían experimentar el esplendor de los juegos. Una estrella del atletismo en pista vino para demostrar que su tatuaje decía la verdad: «El más grande de todos los tiempos». (Terminó en tercer lugar).
Todos tenemos motivos para lo que hacemos, ya sea que los tengamos tatuados en nuestro brazo o escondidos en nuestro corazón. Es bueno sacarlos y verlos de vez en cuando para entender por qué hacemos lo que hacemos.
Cuando Pablo le escribió a la iglesia en Tesalónica, quería que ellos supieran que sus motivos eran cada vez más elevados. Él se preocupaba por ellos y compartía el evangelio con ellos, sabiendo que era a Dios a quien él y sus compañeros estaban sirviendo —no a ellos mismos. «No como agradando a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones» (1 Tesalonicenses 2:4). Él no quería fama o recompensas por su servicio. Sabía que su recompensa vendría después, cuando terminara su trabajo en la tierra y entrara al cielo por la eternidad. Sí, él recibió reconocimiento, honra, y respeto a lo largo del camino. Pero esas cosas no eran la fuerza impulsora detrás de su obra.
Pablo fue un vivo ejemplo de lo que Jesús enseñó en Mateo 6. Él dijo, «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos . . . tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (vv.1,4).
Así que depende de ti: gloria hora, o gloria después. Puedes elegir recibir tu recompensa hoy — fama, aplausos, reconocimiento. O puedes elegir servir a Dios con un corazón recto, que esté tratando de agradarle sólo a Él. La recompensa que recibirás de tu Padre será mejor que cualquier otra recompensa que pudieras obtener de cualquier otro. —TC