En uno de sus viajes al nuevo mundo, Cristóbal Colón se topó con un árbol extraordinario. Tenía un fruto redondo que rebotaba como una pelota. Los nativos lo llamaban caoutchouc —«la Madera que llora». El árbol emitía una savia que se veía como si el árbol estuviera llorando. Con el tiempo, la savia se cosechaba y se endurecía convirtiéndose en un borrador que podía borrar el carbón del lápiz sobre el papel. Debido esto, lo llamaron «caucho».
El caucho tenía otros usos pero se volvía demasiado quebradizo en el invierno. En la década de 1830, un inventor llamado Charles Goodyear encontró que al eliminar el azufre del caucho, éste podía soportar temperaturas muy frías y así podía usarse para hacer llantas de caucho. Esto guió el camino hacia una enorme demanda del caucho cuando se inventó el automóvil. Más tarde se descubrió que la savia del árbol del caucho podía usarse para hacer guantes quirúrgicos. Hoy, su bella madera rubia está adquiriendo popularidad en la industria de la fabricación de muebles.
¿Quién imaginaría que un árbol podía usarse para hacer pelotas que rebotan, llantas de caucho, guantes de látex, y muebles excelentes? El árbol tiene usos múltiples que sólo tenían que descubrirse.
A menudo pensamos que cada creyente sólo tiene un don espiritual. Pero éste no siempre es el caso. Muchos tienen más de uno (1 Corintios 12:11). El apóstol Pablo usó dones tan diversos como la enseñanza, la administración, y el dar aliento.
Puede que seamos tan experimentados en el uso de algún don en particular que pensamos que es el único que tenemos. Pero, si tratamos nuevas vías en el servicio a Dios, puede que muy bien descubramos un nuevo don. Encontraremos que lo teníamos todo el tiempo pero que su potencial nunca se usó.
Al igual que el árbol del caucho con sus múltiples usos, cada uno de nosotros tenemos capacidades especiales. ¿Qué cosa nueva podrías intentar para Dios? Puede que simplemente descubras un don espiritual. —HDF