Estábamos esperando para comprar unos helados cuando lo vi. Su rostro mostraba las marcas de demasiadas peleas: una nariz rota y algunas cicatrices. Tenía la ropa arrugada, pero limpia. Me paré entre él y mis hijos, y usé mi espalda para levantar una pared.

La primera vez que habló, no entendí lo que dijo y simplemente asentí con la cabeza, por cortesía. Casi ni lo miré a los ojos. Como mi esposa no estaba, pensó que era padre soltero, y amablemente dijo: «Es difícil criar hijos solo, ¿no?». Algo en su tono de voz hizo que me diera vuelta para mirarlo. Solo entonces, noté que estaba con sus hijos, y me contó que su esposa había muerto hacía mucho tiempo. Sus palabras suaves contrastaban con su tosco aspecto.

¡Fue una lección para mí! De nuevo, no había observado más allá de las apariencias. Jesús también se encontró con personas cuyo aspecto podría haberlo alejado, incluso el endemoniado del que habla el pasaje de hoy (Marcos 5:1-20). Sin embargo, Él veía las necesidades del corazón y las suplía.

Cristo siempre nos mira con amor, aunque tengamos cicatrices del pecado y una naturaleza estropeada que afecta nuestra fidelidad. Quiera Dios ayudarnos a reemplazar nuestra arrogancia con el corazón amoroso del Señor.