Maasailandia, una región en el sur de Kenya, estaba enfrentando severas dificultades. Fue allí donde un hombre llamado José experimentó de primera mano tanto el gozo como el costo de vivir generosamente. Una larga sequía había prácticamente imposibilitado la agricultura, y la falta de agua había matado a gran parte del ganado. Desesperado por trabajar, José se fue del hogar, esperando que podría encontrar algún medio para sostenerse. Terminó en Nairobi, con una iglesia que lo ayudó con alimento y un lugar donde quedarse.
La iglesia estaba intentando recaudar fondos para un nuevo local, y el pastor desafió a la congregación a que diera con sacrificio. José quería dar, pero no tenía nada con qué contribuir. No tenía ni una moneda, o pan, o algo que poner delante de Dios.
Mientras lloraba en el altar de la iglesia, José recordó que de hecho sí tenía unas cuantas posesiones. Tenía su ropa. Dejando su camisa y su saco en el altar, salió con nada más que su camiseta, sus pantalones, y su único par de zapatos.
La historia de José s similar a la de la mujer en Betania que lavó los pies de Jesús con su cabello y con perfume. Tanto la mujer como José dieron lo que tenían — no bajo coacción o en un intento por obtener algún favor de parte de Dios. Su acción fue simple, callada, y generosa. Ellos sabían algo que a menudo yo olvido: Dios es digno de todo, incluso de que me quite la camisa.
En ese momento, José no le dijo a nadie de su acción — ni siquiera a Dios. Él pensó que pedirle a Dios que repusiera su saco y su camisa socavarían el regalo. Sin embargo, la generosidad de Dios no se puede superar. En cuestión de días, Él proveyó de ropas nuevas para José.
Semejantes actos —dar la camisa y derramar el perfume— revelan las generosas profundidades del corazón (Mateo 26:7). ¿Estamos dispuestos a literalmente quitarnos la camisa — o el saco? —WC