Era 1994, y yo estaba en Simferopol, Ucrania. Simferopol es parte de Crimen, un área fértil a la que a veces se le ha hecho referencia como «el granero» de la antigua Unión Soviética. Se encuentra a una corta distancia del lugar donde se llevó a cabo la histórica conferencia de Yalta y a los puertos de la una vez muy temida Marina Rusa.

Tuve la oportunidad de ir a varias universidades y compartir las historias de mi fe. Estos lugares eran intimidantes. Había una barrera del idioma, y era un desafío hablar por medio de un intérprete. Más aún, me di cuenta que mi audiencia estaba compuesta de estudiantes a los que durante toda su vida les habían enseñado que no había Dios. Para ellos, Él no existía.

Sentí la presión de comunicarme con claridad y de encontrar la solución para algún puente con la cultura rusa — su mundo. Quería animarlos, tal vez por medio del uso del humor o de alguna historia dramática, o de algún juego irónico de palabras. Ésta era una oportunidad para transmitir la historia de Dios, y eso era exactamente lo que yo tenía planeado hacer.

Hablé, y muchos fueron receptivos. Me sentí bien en cuanto a lo que se había compartido y cómo se había compartido. Más tarde esta noche, dos estudiantes se presentaron en mi hotel. Max y Dan querían hablar conmigo. Querían agradecerme por venir y por contar mi historia. «Sabíamos que era verdad», dijeron, «porque hace años oramos a este Dios que sabíamos estaba allí. Y Él nos ha estado guiando hacia Él.»

Max y Dan habían crecido dentro del movimiento juvenil comunista. Desde su nacimiento, se les había contado que Dios era un cuento de hadas para los débiles. Sin embargo, habían escuchado fragmentos del mensaje de Jesús, y eso fue suficiente. De algún modo, en lo profundo de sus corazones, sabían que era verdad.

Los argumentos cuidadosamente elaborados y los vocabularios comprobados no los convencieron acerca de Dios. El evangelio —el poder de Dios implantado de manera sencilla y poderosa por el Espíritu Santo— había ganado sus corazones. No necesitaron de mí ni de mis historias. Simplemente necesitaron escuchar la verdad de Dios.  —WC