Cuando compras una alhaja bonita, suele estar colocada sobre un paño de terciopelo de un color oscuro o negro. Supongo que lo hacen así para dirigir inmediatamente la atención de uno hacia la belleza de la joya. Si el envoltorio tuviera mucho decorado, competiría con la hermosura del tesoro.
Esto me recuerda el comentario de Pablo sobre el ministerio de Jesús a través de nosotros, al señalar: «tenemos este tesoro en vasos de barro» (2 Corintios 4:7). Es fácil olvidar que somos el envoltorio y que el tesoro es la obra de Dios. Por eso, adornamos nuestras vasijas de barro y nos atribuimos el crédito de lo que hacemos para servir a Cristo. Procuramos que la gloria sea para nosotros cuando perdonamos a alguien, mostramos misericordia u ofrendamos con generosidad. El problema es que, cuando empezamos a buscar reconocimiento o elogios por las buenas acciones, competimos con la brillantez del tesoro de Dios que obra a través de nosotros.
Cuando hacemos algo para el Señor, no se trata de glorificarnos a nosotros, sino a Él. Cuanto menos nos destacamos personalmente, más brillante se vuelve Dios. Pablo declara que por este motivo el tesoro se ha puesto en vasos de barro, para que el Señor sea quien reciba la gloria. Además, ¿desde cuándo son importantes las vasijas de barro? ¡Lo que vale es lo de adentro!