Conozco a un profesor que es temido por sus exámenes difíciles. Algunos estudiantes evitan tomar sus clases a toda costa. Cuando él da un examen, sus estudiantes ruegan a los otros profesores que no programen proyectos o exámenes durante esa semana. Se ha sabido de estudiantes que han salido de los exámenes de este profesor sollozando o que han tirado sus lapiceros y abandonado el salón de clases luego de dos o tres minutos.
Bueno, no creo que el profesor elija dar exámenes difíciles sólo por ser malvado. Él prepara exámenes difíciles y minuciosos para que sus estudiantes hagan lo que vinieron a hacer a la universidad: ¡aprender! Los está ayudando a prepararse para sus carreras.
De hecho, los exámenes son buenos para nosotros, desde calificar para una licencia de conducir hasta graduarse en la escuela de medicina. Si alguien va a operarme el cerebro, ¡quiero que él o ella tenga credenciales! Además, si no tuviéramos exámenes, ¿qué tanto estudiaríamos?
Santiago habló de actitudes hacia los exámenes (él los llamó pruebas) en 1:12-18. No debemos quejarnos de las pruebas que Dios nos envía. No debemos culparlo si la situación se pone difícil. (Eso sería como culpar a un profesor porque reprobaste un examen para el que nunca te molestaste en estudiar).
Dios nos prueba para revelarnos nuestro carácter. También nos prueba para que crezcamos en conocimiento, sabiduría y fe. A través de las pruebas y de las tentaciones identificamos nuestras debilidades y trabajamos para ser fuertes. Santiago escribió: «Dichoso el que resiste la tentación» (1:12, NVI).
Cuando los estudiantes del profesor que da exámenes difíciles regresan años más tarde, a menudo se les escucha hacer comentarios socarrones como estos: «Aprendí más de él que de cualquier otro profesor.» «Él me preparó para los rigores de la escuela de postgrado.» «Realmente aprendí a estudiar en sus clases.»
Las pruebas espirituales nunca son fáciles. Pero al mirar atrás podemos decir: «Soportar esa prueba fue algo valioso para mí. He sido bendecido a través de ella». —DCE