Hay días cuando nos despertamos en un mundo que rebosa de infinitas posibilidades y oportunidades aparentemente ilimitadas. Nos gustan esos días: hay un resorte en nuestros pasos y un impulso en nuestro espíritu. Incluso los días lluviosos están llenos de esperanza; hay belleza en una tormenta eléctrica.
Pero hay otros días cuando nos despertamos en un mundo que está cojeando: un planeta que gime y cuyas preocupaciones extinguen toda aspiración. Nos sentimos cargados por las guerras y la agitación que vemos en el mundo, el rechinar de dientes y los puños que tiemblan con la ira alimentada por la venganza.
Lamentamos las imágenes en la TV que muestran a seres humanos en necesidad peleándose por los paquetes de comida que sacan de los camiones de ayuda, y padres desesperados que pelean sentimos desalentados ante el odio racial, el abuso a los ancianos y el contenido de los llamados programas de «educación sexual» en nuestras escuelas. Comenzamos a temer por la familia del futuro cuando escuchamos a los científicos afirmar que pueden clonar a seres humanos.
Hablando objetivamente, el mundo que nos rodea no cambia tanto cada día. De manera global, existen causas similares para el pesimismo y el optimismo dentro del transcurso de cada 24 horas. Sin embargo, lo que sí puede cambiar es nuestra actitud, nuestro sentido de esperanza.
Luego de pasar una larga semana con esa preocupación, escribí en mi diario: «Señor, ¿cuánto durará esta impiedad? Señor, dale el poder a tu pueblo para que responda.» Luego vinieron a mi mente los versículos de una reciente lectura devocional:
• Nunca paguéis a nadie mal por mal;
• En cuanto de vosotros dependa, estad en paz con tod hombres;
• Nunca os venguéis vosotros mismos;
• No seas vencido por el mal, sino vence con el bien el mal.
Sí, el mal puede ser abrumador. Pero se nos ha dado dirección y aliento para responder a él. La dirección es para contrarrestar el mal con los actos amorosos con los que Dios nos ha habilitado, y el aliento es que servimos a Aquel que declara: «Pero confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). —SV