Cuando pensamos en el Año Nuevo con sus planes y resoluciones, las voces de hombres santos del pasado nos instan a considerar algo que preferimos ignorar: nuestra muerte.
Tomás de Kempis (1379-1471) escribió: «Bienaventurado aquel que siempre considera la hora de su muerte y diariamente se prepara para morir». Y Francois Fénelon (1651-1715) señaló: «Nunca podremos deplorar bastante la ceguera de los hombres que no quieren pensar en la muerte y que dejan de lado una cuestión inevitable en la que felizmente podríamos pensar con frecuencia. La muerte solo perturba a los carnales».
Estos hombres no se referían a una preocupación excesiva por la muerte, sino a un enfoque dinámico frente a la vida. Como el salmista David, debemos orar: «Hazme saber, Señor, mi fin, y cuánta sea la medida de mis días; sepa yo cuán frágil soy. […] ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive» (Salmo 39:4-5). David habla de aquellos que trabajan en vano y que acumulan riquezas sin saber quién las recibirá (v. 6). Concluye afirmando que su esperanza está en Dios, que es el único que puede guardarlo de la rebeldía espiritual y del desastre (vv. 7-8).
Cuando ponemos nuestra esperanza en el Señor, vale la pena considerar la brevedad de nuestra vida en este mundo… cada día.