El primer faro que se conoce en el mundo fue construido alrededor del año 300 a.C. en la isla de Faros, cerca de Alejandría, en Egipto. Se convirtió en una de las siete maravillas del mundo antiguo. A lo largo de los siglos, miles de faros se han construido en todo el mundo para advertir a los marineros de las peligrosas rocas y arrecifes y hacerles saber que hay un puerto seguro cerca. Su doble mensaje de peligro y seguridad nunca ha cambiado.

Veo un mensaje similar en las luces de la Navidad. La llama de cada vela y el resplandor de cada luz titilante me recuerdan que tanto la advertencia como la bienvenida están en lo más profundo de la venida de Jesús a este mundo. A través de todo el evangelio de Juan, la palabra luz se usa para iluminar los dos caminos que se abren ante nosotros. Luego de declarar el sorprendente amor de Dios al enviar a su Hijo, Juan escribió: «Y éste es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, pues sus acciones eran malas» (Juan 3:19).

El gran peligro de nuestra vida es que estemos conscientes de que Jesucristo es la luz del mundo, y aun así elijamos vivir en las tinieblas para hacer lo que nos plazca. Por otro lado, nuestra grandiosa oportunidad es caminar por un sendero iluminado por la presencia del Salvador: «Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sus acciones sean manifestadas que han sido hechas en Dios» (v.21).

Setecientos años antes del nacimiento de Jesús, el profeta Isaías predijo su venida: «El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos» (Isaías 9:2).

Jesús declaró su identidad cuando dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).

En Navidad, Dios nos advierte de los peligros de las tinieblas y nos llama a seguir la Luz —a Jesús— hacia el puerto seguro de su presencia y su amor.  —DCM