Sólo hace falta echarle una mirada a cualquier libro de historia para saber que la guerra ha sido la compañera persistente de la humanidad durante muchos milenios. Puede que el siglo XX con sus espeluznantes conflictos sobre ideología, religión y colonialismo hayan quedado atrás, pero tal y como lo han mostrado los eventos en Iraq de manera muy clara, la guerra sigue rondándonos. En el año 2002, según el Instituto Worldwatch [Vigilancia Mundial], se estaban librando encarnizadamente un total de 45 guerras y conflictos violentos alrededor del mundo, con un costo acumulativo de más de siete millones de vidas.

Sólo hay que echarle una mirada a la Biblia para ver de dónde vienen las raíces de la guerra: de la decisión de un solo hombre de desobedecer a Dios. Las guerras comenzaron cuando Adán pecó. Las guerras de la humanidad contra Dios; las guerras de esposo contra esposa; las guerras de madre contra hija; las guerras de padre contra hijo; y las guerras de nación contra nación son resultados del intento de Adán y Eva de vivir separados de Dios.

Pablo nos recordó que este solo hombre, Adán, trajo la muerte para todos a través de su pecado. Por lo tanto, la raíz de toda muerte —por medio de guerras, crímenes violentos o causas naturales y accidentales— puede encontrarse remontándonos hasta la decisión de nuestros primeros padres de desobedecer a Dios.

Existen pequeños conflictos que se libran encarnizadamente en el corazón de las personas en todo el mundo. El costo acumulativo es la pérdida de la relación más preciosa del mundo: la paz con Dios. Aunque la guerra se ha hecho y está librándose encarnizadamente en la vida de las personas en todo el mundo debido a la desobediencia de un hombre, el conflicto puede resolverse a través de la obediencia de un Hombre, dando con ello vida y paz a muchas personas. Por medio de la fe en Jesús, Dios nos da esos dones indescriptibles.

Para mantener la vida y la paz que vienen de una relación con Jesús, debemos someternos cada día al poder del Espíritu Santo (Gálatas 5:16-18). Debemos permitirle que gane las guerras personales de la inmoralidad sexual, los pensamientos impuros, la idolatría, los celos, los arrebatos de ira, las ambiciones egoístas y todos los demás antojos de nuestra naturaleza pecaminosa a través del amor, el gozo, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza.  —MW