Conocí un hombre que estaba absolutamente convencido de que Dios no podía perdonarle todo lo que había hecho. Un anciano se ocupó de él, y, al año, me alegró saber que aquel joven, además de haber aceptado a Cristo como su Salvador, estudiaba fervientemente las Escrituras. Sin embargo, tres años después, cuando hablé con él, noté que había perdido el entusiasmo y que se quejaba, diciendo: «No entiendo cómo puede Dios permitir que los malos prosperen mientras tantos hijos suyos (incluido yo, podría haber agregado) luchan para llegar a fin de mes». Las quejas le habían quitado el gozo de la fe.
Como les sucede a muchos, olvidó cuánto había necesitado la gracia de Dios. Había perdido la gratitud que sintió cuando recibió a Cristo. Esto nos recuerda a los obreros de la viña, en la parábola de Jesús (Mateo 20:1-16): empezaron a preocuparse por lo que sucedía con los demás (vv. 10-12).
Aunque Dios no nos debe nada, cuando aceptamos a Cristo, nos da gratuitamente la salvación que ha prometido. Después, su generosidad aumenta al enviar su Espíritu para ayudarnos en esta vida, mientras nos preparamos para disfrutar el gozo de la eternidad con Él. Las aparentes injusticias de la vida exigen que mantengamos nuestra mirada en Él y en su Palabra… no en los demás.