Mientras visitaba la Península Superior de Míchigan, me llamaron la atención dos árboles. Aunque las hojas de los otros árboles que los rodeaban no se movían, las de estos ondeaban con la más mínima brisa. Se lo mostré a mi esposa, y ella me dijo que se llamaban álamos temblones. Quedé asombrado ante el efecto visual que producían esas hojas. Mientras todos los otros parecían calmos e inmóviles, las hojas de los álamos temblones ondulaban, aunque el viento fuera sumamente débil.
A veces, me siento como un álamo temblón. Las personas que me rodean parecen moverse por la vida sin problemas ni preocupaciones, aparentemente firmes y seguras, mientras que el asunto más insignificante puede turbar mi corazón. Veo a los demás y me maravilla su tranquilidad, y me pregunto por qué mi vida puede llenarse de turbulencias con tanta facilidad. Gracias a Dios, las Escrituras me recuerdan que la calma genuina y permanente puede hallarse en su presencia. Pablo escribió: «Y el mismo Señor de paz os dé siempre paz en toda manera. El Señor sea con todos vosotros» (2 Tesalonicenses 3:16). Dios no solo ofrece paz, sino que esta cualidad forma parte de su propia esencia.
Cuando atravesamos épocas turbulentas e inquietantes en la vida, es bueno saber que la paz verdadera está disponible en el Dios de toda paz.