Mientras estábamos de vacaciones en Alaska, visitamos la mina de oro El Dorado, cerca de Fairbanks. Después de recorrer el lugar y ver algunas técnicas de minería de la época de la Fiebre del Oro, pudimos lavar un poco de este precioso mineral. Nos dieron a cada uno un recipiente y una bolsa con tierra y piedras. Después de poner el contenido en la batea, agregamos agua y lo movíamos en círculos para que se desprendiera el cieno, y el oro, que es pesado, se depositara en el fondo. Aunque habíamos visto trabajar a expertos, no tuvimos buenos resultados. ¿Por qué razón? Preocupados por la posibilidad de desperdiciar algo de valor, no queríamos desechar las piedras que no valían nada.
Esto me recuerda que, a veces, las posesiones nos impiden descubrir lo realmente valioso. Jesús tuvo un encuentro con un hombre rico a quien le ocurrió esto. Su riqueza terrenal le importaba más que su tesoro espiritual (Lucas 18:18-30). El Señor le dijo: «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» (v. 24).
Aunque el dinero no es malo, puede impedir que heredemos riquezas verdaderas si el acumularlo es nuestra meta en la vida. Acopiar riquezas es insensato porque la fe genuina, no el oro, es lo que nos sostendrá en las pruebas y dará como resultado alabanza, honra y gloria a Dios (1 Pedro 1:7).