Un pastor, capacitado para aconsejar en casos de traumas emocionales y sufrimiento, comentó que el mayor desafío para quienes sufren no es la tristeza que sigue a la pérdida, sino la adaptación a una forma de vida diferente. Lo que antes parecía normal tal vez nunca vuelva a ser así. Por eso, el reto para aquellos que brindan ayuda es colaborar con esas personas mientras se adaptan a la «nueva normalidad». Es probable que esta ya no incluya una buena salud, relaciones interpersonales apreciadas ni un trabajo satisfactorio. Tal vez implique vivir sin un ser amado que ha muerto. La gravedad de tales pérdidas nos obliga a vivir una clase de vida distinta, independientemente de lo incómoda que pueda resultar.
Cuando nos llega la «nueva normalidad», es fácil pensar que nadie entiende lo que sentimos. Pero no es así. Parte de la razón por la que vino Jesús fue para experimentar cómo era vivir entre nosotros, lo cual dio como resultado su ministerio presente: «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15).
Nuestro Salvador vivió una vida perfecta; sin embargo, también pudo conocer el sufrimiento de un mundo arruinado. Él soportó tristezas y padeció agonía, y está listo para alentarnos cuando los momentos oscuros de la vida nos obliguen a experimentar una nueva normalidad.