Una de las experiencias más frustrantes para un conductor es chocar contra el vehículo de otra persona. Triste decirlo, pero esto me ha sucedido más de una vez. Una noche estaba tratando de estacionar mi automóvil en un lugar muy apretado. Golpeé al vehículo junto al mío cuando estaba dando marcha atrás y le hice una abolladura. ¡Me sentí horrible!
Sin embargo, tuve que decir que el primer pensamiento que me vino a la mente fue irme antes de que alguien se diera cuenta. Pero cuando me iba, mi conciencia simplemente no me dejó partir. Di media vuelta.
Con gran renuencia dejé en el parabrisas del automóvil abollado una nota con el número telefónico al que se me podía contactar. Pensé: Tal vez el conductor quede tan conmovido por mi honestidad que decidirá ser gentil conmigo. De todos modos era una abolladura «pequeña».
Esa misma noche el conductor me llamó. A pesar de mis humildes disculpas, él exigió furiosamente que yo asumiera todo el costo del daño. En ese momento pensé para mis adentros que si me hubiese ido me habría ahorrado la humillación y también algo de dinero. Cuando él colgó, comencé a preguntarme si valía la pena.
En retrospectiva, ¡sé que sí valía la pena! Era lo correcto. Si me hubiese ido no habría tenido que enfrentarme a algún hombre hostil, pero habría tenido que enfrentarme a una conciencia magullada. Podría haber racionalizado que se trataba de una pequeñez, pero, ¿acaso no es la suma de las pequeñeces lo que determina quiénes somos en realidad?
En Gálatas 5 leemos que los que pertenecen a Jesús han crucificado los actos de la naturaleza pecaminosa y ahora llevan el fruto del Espíritu. Nuestro carácter piadoso no sólo se ve en las «grandezas» sino también en las «pequeñeces» que hacemos.
Realmente somos guiados por el Espíritu si vivimos su fruto en nuestras conversaciones, respuestas y conducta diarias. —LCC