Una de las cualidades que más admiro en los demás es la capacidad de alentar en silencio y sin ser vistos. Recuerdo una vez que regresé a casa después de estar hospitalizada y encontré que mi amiga Jackie (a quien habían operado unos días antes) me había mandado un libro con promesas de Dios.

Mi tío Bob estaba tan agradecido con la gente que lo atendía en el centro oncológico que les mandó cientos de notas de reconocimiento a los que supervisaban el trabajo de aquel grupo.

Hace 20 años, mi sobrina Brenda experimentó la agonizante pérdida de un hijo, y ahora muchos aprecian sus silenciosas obras compasivas.

A menudo, aquellas personas que han atravesado los mayores sufrimientos, tanto físicos como emocionales, son las que más ánimo brindan a los demás.

En Hechos, leemos acerca de Bernabé, al que se lo conocía como «hijo de consolación» (4:36). Era «varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe» (11:24), y animaba a los demás para que «con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor» (v. 23). Probablemente, el constante estímulo de sus acciones tuvo una amplia y poderosa esfera de influencia.

Así como nosotros hemos sido bendecidos cuando recibimos aliento, seamos un «hijo de consolación» contemporáneo para quienes nos rodean.