El pecado se está agazapando a mi puerta, listo para saltar. Estoy tan herida. Me siento molesta. He sido traicionada y no hay justicia. Alguien me quitó algo que nunca recuperaré. Nadie viene a mi rescate. Nadie arregla esto. Debo tomar el asunto en mis propias manos.
Un momento. Veo una oportunidad de desquitarme. Puedo hacer que esta persona sufra de la manera en que yo he sufrido. Valdrá la pena la satisfacción de saldar esta cuenta. Será tan fácil, y nadie nunca lo sabrá.
¿Nadie? Bueno, es decir, excepto yo. Y Dios lo sabrá. Él verá lo que he hecho. Él sabrá que elegí el mal sobre el bien. Él sabrá que en vez de confiar en su amor y protección, cedí a mi deseo maligno de hacer que alguien pagara. Y luego Él sabrá de la traición que sentí.
No quiero traicionar a Dios. No quiero decepcionarlo. No quiero desobedecerlo y alejarme de su amor.
Y no quiero dar a Satanás un punto de apoyo en mi vida. Quiero desquitarme, pero hacerlo le dará algo que no quiero que él tenga.
¿Estoy dispuesta a renunciar a mi devoción a Jesús por un momento de venganza? Es tentador, pero no. No vale la pena. Esta urgencia por desquitarme de esta persona es fuerte, pero no es más fuerte que mi ealtad y mi agradecimiento por todo lo que Dios ha hecho por mí.
Esta decisión de buscar venganza es una batalla por mi alma, y no quiero que Satanás tenga mi alma ni la de nadie más.
Gracias, Señor, por ayudarme a resistir al maligno en mi vida Ayúdame a darme cuenta de que esta vida no sólo trata de mí. Trata de una guerra, de una guerra por el alma. Ayúdame a vivir una vida digna, libre de la trampa de la venganza.—AS